Amelia Robinson
Mario
La Calle Enrique Líster no aparece en ningún mapa. Se encuentra cerca de la linde entre los barrios de Mihura y Peña Chica; como estos, es una calle poco relevante para la vida de Madrid. Solo hay una panadería y viviendas edificadas en los años setenta, de esas que parecen cajas de ladrillo, frescas en invierno y que arden bajo el sol español los días de verano; construcciones que se repiten bordeando la ciudad. Durante las fiestas patronales, la calle cobra un poco más de vida y se acicala. Nunca me había convencido del todo la idea de comprar un piso allí, pero estos últimos días me alegraba ver algo más de color por el barrio, de camino o de vuelta a Ikea.
La mudanza la hacíamos durante nuestras vacaciones de verano, los gastos nos habían dejado sin dinero para viajar. Además, el trabajo se extendía porque Eli se había empeñado en traerlo todo, en hacerlo todo; le daba igual el orden o la prioridad. Sus cajas se acumulaban por todas partes y dificultaban cualquier maniobra, llenas de objetos muchas veces innecesarios, como una colección completa de Barco de Vapor o los apuntes de la universidad. Lo habíamos discutido alguna vez, pero a ella le molestaba la idea de que yo no hubiera hecho lo mismo; decía que traerlo todo era una muestra de compromiso, no un estorbo.
Entre las tareas de esa tarde estaba mover el armario del salón a nuestro cuarto, Eli decía que era demasiado feo para estar allí y tenía razón. Era un armario de madera maciza, antiguo y pintado de blanco para disimular su mal estado. Me estaba costando mucho arrastrarlo sin ayuda; lo habría movido menos de medio metro cuando apreció el principio de la grieta y seguí empujando hasta dejarla al descubierto. Era una raja larga, profunda y visceral, que ascendía desde detrás del rodapié hasta la altura de mi cuello haciendo zigzag. Sentí varios puñetazos sordos en el esternón: el del dinero de la entrada, el de los años de hipoteca.
Mi primer impulso fue volver a poner el armario delante; fue una tontería porque después tuve que empujarlo otra vez para enseñárselo a Elisa. Parecía más grande a segunda vista. Serían las ocho de la noche ya, y un calor seco atravesaba todo el apartamento. Fuera no se movía el aire y apenas se escuchaba nada más que el zumbido de los ventiladores y el llanto suave de Elisa.
Amelia
—Todos estaban allí cuando llegué yo. No es que me importara demasiado llegar tarde, pero era incómodo sentir la mirada de Clara clavada en mi nuca, ya sabes cómo es —sonrió—. Me abrió la puerta la nueva vecina, dijo que se llamaba Elisa, era bajita y recuerdo que llevaba tacones —Continuó mirando a través de la ventana—. Parecía que tenía dieciocho años, pero vestía ropa como de ejecutiva. Me sonrió cuando entré y me llamó por mi nombre aunque nunca nos habíamos visto. Me gustó ella, era el tipo de mujer que siempre gusta a todo el mundo. Me senté junto a mi hermano, al poco apareció él: era Miguel. Solo que dijo que se llamaba Mario.
—¿Miguel, Miguel?¿Miguel tu marido?
Amelia volvió a mirar al frente, tenía la boca torcida, pero se recompuso rápidamente.
—Sí, eran exactamente iguales. De esto hará… —Se paró a contar con los dedos, diciendo en voz baja los meses— ¡vaya! un año ya. Esa fue la primera vez que le vi, a Mario. Él no me prestó nada de atención. Estábamos en la reunión en la que nos hablaron de los problemas de edificio, de todo lo que habría que hacer para que no se cayera. Al final todo salió bien, creo que eso ya te lo he contado; el caso es que hemos estado todo este tiempo con los arreglos y ha habido muchas reuniones como esa. Esa tarde en concreto cundió mucho el pánico, los vecinos del primero se pusieron a gritar, y Paco, te he hablado también de él, ¿no?
—No sé.
—Es el albañil jubilado, vive también en el primero. Es el que hace los marcos para mis cuadros.
—Ah sí.
—Paco al final puso un poco de orden. No te puedo decir exactamente qué pasó. Estaba muy distraída por pensar que veía a Miguel otra vez. Sé que no dije nada en toda la reunión; me centré en ver qué detalles tenían en común Mario y mi marido. Algunos gestos se parecían; la voz no. Los vecinos se marcharon y yo subí a mi estudio. Recuerdo tomarme un diazepam y dormir toda la noche, me desperté y no había tenido pesadillas por primera vez desde —Levantó la mirada en diagonal hacia el techo—. La verdad es que ya ni me acuerdo.
—¿Solo por ver a Mario?
—Ahora no lo sé, en aquel momento estaba segura de que sí. Los siguientes días intenté volver a pintar, pero en eso no había cambiado nada, era incapaz. Tenía que quedarme allí unos días, hasta que terminara el papeleo de la obra. No estaba mal, así pasaba algo de tiempo con Carlos y mis sobrinas. Pensaba en Mario a ratos, pero no le volví a ver hasta varios días después.
Amelia se quedó en silencio unos segundos, miraba al vacío.
—¿Otra reunión?
Ella negó con la cabeza, esperó un poco antes de continuar.
—Fue todo muy raro; yo salía a hacer algún recado y cuando llegué al rellano salían gritos de su piso. Se abrió la puerta y salió Mario; cerró sin dar un portazo, pero también sin despedirse. Entonces reparó en que yo estaba allí. Nos miramos un momento, y yo sentí que nos conocíamos desde hacía mucho —Hizo otra pausa—. Es una pena que desperdiciemos tantas emociones en cosas que solo ocurren en nuestra cabeza ¿no crees?
—¿Qué quieres decir?
—Nada, solo que yo pensaba en eso cuando le vi y él hizo algo así como una mueca y luego dijo hola y fue a marcharse. Le pregunté si estaba bien, él me dijo que sí. Le ofrecí un cigarrillo y se le encendieron los ojos; también era ex-fumador, como Miguel.
Mario
Elisa y yo discutíamos a menudo cuando ella tenía un viaje de trabajo. Se había vuelto una especie de costumbre, una que no tenía mucho sentido. Los dos sabíamos que ella se tenía que ir y que yo tenía que quedarme. No discutíamos nunca por el viaje per se. Normalmente, cuando anunciaba que tendría que pasar toda la semana fuera yo asentía, pero florecía una pequeña tensión. En poco tiempo, el hecho de que ella no estuviera en casa resultaba inconveniente para algo, siempre eran cosas distintas que se amontonaban unas encima de otras: teníamos que cancelar un plan, no podíamos adoptar un perro o me tenía que hacer yo cargo de la obra. Estaba huyendo de una de esas peleas cuando me crucé con la hermana de Carlos en el pasillo; me pregunté cuánto habría oído, supuse que bastante, porque me ofreció un cigarrillo.
La había visto antes una vez en la reunión de la comunidad, me resultaba llamativo que Carlos y ella fueran hermanos. Él era un profesor de literatura calvo y orejudo, mientras que ella parecía una hippie exótica sacada del reparto de Hair. Tendría ya casi cincuenta años; pelo rubio, despeinado; piel oliva y fumaba de liar. Hablamos un poco de trivialidades en la calle. Amelia (me recordó su nombre) me contó que se había casado muy joven y se había trasladado con su marido constantemente por los negocios de este. Hacía dos años que se había quedado viuda. No me preguntó por la discusión que salía de mi casa, no hablé mucho en nuestra conversación, pero me gustó escucharla a ella. Cuando se acabó mi cigarro volví a casa.
La vi otra vez cuando llevé a cada propietario las fotocopias de la primera factura de la derrama. Tuve que pasar varias veces por gestiones similares; se notaba que le gustaba tener algo de compañía porque empezó a invitarme a un pitillo o a un café cuando iba. Empecé a reconocer que Amelia tenía un cierto efecto calmante en mí. No se debía solo a que su estudio era el único lugar dónde yo fumaba; si no también a que era fácil hablar con ella. Se quedaba allí, relajada, escuchaba lo poco que yo decía y respondía sin prisas. Le sobraba el tiempo: todo en ella era lento, hasta su forma de moverse, lánguida y silenciosa, dentro de su ropa suave, ancha y de colores.
Acudía también sin motivo cuando Elisa estaba de viaje, se me hacían más cortos los días. La mayor parte del tiempo todo eran conversaciones de usar y tirar; a veces ella estaba ocupada, normalmente pintando, y yo leía un libro. Cenamos juntos en un par de ocasiones, no cocinaba ni bien ni mal.
Amelia:
—Mario empezó a subir a casa, creo que porque se sentía solo. Al principio venía con excusas sobre la obra, pero siempre se quedaba en el quicio de la puerta un rato para hablar conmigo —Ahora liaba un cigarrillo—. Con el tiempo le invité a pasar y tomábamos café en el estudio. Que él viniera hizo que me quedara más tiempo en Madrid del que había pensado. Cuando empezaba a bajar el frío volví a pintar, también. Recuerdo que pinté muchas flores de almendro.
Amelia empezó a fumar despacio. Dejaba las cenizas en su taza de café vacía.
—¿Volviste a pintar por Mario?
—No sé si fue solo por Mario, me sentía mejor—se tiró de la manga de la camisa con la mano libre—. A veces pintaba cuando él venía, sí. Pero la mayoría del tiempo solo hablábamos de tonterías, un poco de todo. Bueno —Suspiró—, de todo menos de Elisa. Si su nombre aparecía en la conversación él se ponía tenso, muy tenso. Empezaba a dar contestaciones cortantes y siempre se despedía poco después.
—¿Se sentía culpable?
—No, no. No hacíamos nada malo—agitaba el cigarro en el aire—. Pero sí que es cierto que yo tenía algo de interés en saber cómo era ella, Elisa. Sentía que si él se parecía tanto a Miguel, ella de alguna forma sería como yo. Ya sé que no tiene mucho sentido. Pero aún así… —Se quedó pensativa unos segundos—. De todas formas, por lo poco que me dijo no teníamos nada que ver. Apenas mencionó que era abogada y que se habían conocido en el primer año de universidad. Algún que otro detalle se le coló en anécdotas, pero la verdad es que nunca supe gran cosa. Antes de que quisiera darme cuenta dejó de venir, sin llegar a decir adiós.
Mario
No me acosté con Amelia hasta casi el final de la obra, en junio. Habían pasado ya nueve meses desde la primera vez que hablamos. Hasta ese momento, había fantaseado con ello alguna vez, pero nunca en serio, nunca pensé que realmente fuera a ocurrir. Pensaba en el sexo con Amelia como un adolescente piensa en el sexo con una profesora; era algo totalmente imposible hasta que de repente pasó.
Esa noche, entré en mi propio apartamento sin hacer ruido, a pesar de que sabía que Elisa no estaba en casa. No podía pasar de puntillas por lo que había hecho, pero sí por el recibidor. Estaba confuso y febril por lo ocurrido y pasé un tiempo, tal vez horas, mirando al vacío en la oscuridad del salón, sin reaccionar, sin respirar apenas, preguntándome cómo había podido hacer lo que había hecho. Di un puñetazo en un cojín cercano y me fui al cuarto de baño de invitados, no me atrevía a entrar en nuestra habitación. Al encender la luz mi reflejo me observó: el rostro me brillaba por el sudor, tenía la camisa arrugada y el olor… Me lavé la cara con ansia, pero no sirvió de nada, el olor seguía allí.
Ese olor se me metió en la nariz y me acompañaba, olor a flor de almendra mezcladas con sudor. No perdía intensidad, pero con el tiempo se volvía más fácil ignorarlo. Al principio pensaba que Elisa lo notaría, aunque hubieran pasado días, al meternos en la cama por la noche. Si lo notaba, aún me quería y, peor aún, yo me dejaba querer. Poco a poco, el olor fue envolviéndolo todo.
Amelia
—Cuando se estaba acercando septiembre, los albañiles se fueron del edificio. Todo estaba arreglado y Elisa quiso hacer una cena para los vecinos. Me invitó ella, en persona —Apagó el cigarrillo y se miró al suelo—. Vino a mi casa, llamó a mi puerta y me pidió que asistiera. Me dijo que ella había trabado mucha amistad con Paco, gracias a todo el asunto de la derrama, y que sabía que a Mario le había pasado algo parecido conmigo. Me dijo que era importante para Mario que yo fuera.
—¿Qué ocurrió después?
—No supe nada de Mario hasta el día de la cena, así que fui. Me abrió la puerta él, y me invitó a pasar. Cuando llegué lo primero que vi eran un montón de cajas en la entrada. <<¿Y esto, Mario?¿Es de la obra?>> le dije. Casi no me miró cuando me contestó que habían traído a casa sus juguetes y su ropa de bebé. Me dijo que había aprovechado para traer todo lo que se había dejado en casa de sus padres, que por eso había tantas cajas. Ella se colgó de su brazo mientras me lo contaba: se miraban a los ojos, sonreían los dos.
—Amelia…
—Les di la enhorabuena, cené con ellos. Me fui pronto, eso sí. Era la época de las fiestas patronales, las flores de los almendros se habían caído hacía tiempo.