Lycra azul
Este texto lo escribí teniendo en mente "La Espuma de los Días", de Boris Vian. Salió así porque me parecía que al día a día le falta un poco de magia e irrealidad, y quería ver cómo sería añadírselo sobre el papel. ¿Qué opináis?, ¿Necesitamos algo de fantasía o es la realidad suficiente para la ficción?
El día que me sale mi primera cana no le doy demasiadas vueltas. Tal vez sí me fastidia algo, no sé. No la arranco porque dicen que salen más, tampoco sé si es verdad, pero saldrán más de todas formas. Me molesto un poco en taparla cuando me hago la coleta. Salgo del baño; meto en la mochila la tarjeta transporte, llaves, móvil y la neverita con la comida.
La humedad de la calle me eriza los mechones finos de la frente; no hace frío pero empiezan a asomar las chaquetas en los cuerpos de la gente, caminamos todos dentro de una nube gris. Algunos nos desvestimos al llegar al metro, otros resisten el calor.
Cinco paradas, mi subconsciente ha aprendido el trayecto y puedo desentenderme y mirar el móvil. Abro instagram y miro stories. Desayuno. Viaje. Viaje. Reel de fiesta. Publicidad. Viaje. Viaje. Publicidad de tintes para el pelo. Update de embarazo. Me distraigo un segundo la gente a mi alrededor, vamos apretados pero tengo un asiento. Algunos me suenan, cogen este metro todos los días a la misma hora. La mascarilla me impide identificarlos, es más fácil con los que suben en mi andén. Dos paradas. Desbloqueo el móvil otra vez, busco en la galería y subo una foto con Silvia y María de las cañas del viernes, filtro dramático cálido, son las últimas cañas con buen tiempo. Escribo “Últimas cañas con buen tiempo”. Compartir. Pulso el botón del lateral; bloqueo el móvil. Lo pulso de nuevo y miro la hora. 8:17. La siguiente es mi parada, me pongo la chaqueta.
Son diez minutos andando desde Colón, se me han olvidado los cascos así que voy mirando escaparates hasta que llego a la entrada. Me subo en el ascensor y antes de que se cierre la puerta se escurre Mario. Digo «Hola» con un poco de retardo, ni se me escucha. El ascensor tintinea y luego hace ruidos de aspiradora, lo absorbe el vacío. Mario me saluda y mira el móvil, se le sube un poco la manga de la camisa; de debajo del puño se escapa una libélula que se esfuma en cuanto se abre la puerta. Nos bajamos en la misma planta, vamos en la misma dirección, pero procuro quedarme atrás porque ir callados en paralelo es incómodo.
Dejo mi mochila en un rincón junto a mi mesa. Enciendo el ordenador, miro correos, respondo. Soluciono problemas, tengo reuniones por Teams con personas que se encuentran en el mismo edificio que yo y con otras que están en sus casas.
Cae mucha nieve en las noticias, no aquí, pero en otros sitios. Veo las imágenes blancas del interior mientras comemos en la salita de mi madre, de mi abuela. Paisajes de cuento de hada, gente incomunicada. Los garbanzos se reproducen en mi plato; no son como los copos de nieve, estos son todos iguales. No puedo comer más, pero la montaña de legumbres crece implacable. Mamá ya viene con el plato de carne y verduras cocidas. Nacho está en esa edad en la que se come mucho y se tiene siempre más hambre. Está cogiendo peso y forma de hombre, cada vez más redonda como la de papá, pero él ya de mayor; en las fotos de joven sale delgado. Lo pienso mientras miro la tele pequeña. Mi madre la ha puesto sobre una mesita auxiliar para las comidas, la grande está en el salón, encastrada a presión en el mueble gigante de madera que siempre ha estado ahí.
—Se te están reproduciendo los garbanzos—dice mi madre, ella ve lo que yo veo.
—No tengo hambre.
—Para una vez que vienes a comer…
—Los domingos mamá, vengo todos los domingos.
—A comer porque trabajas, pero podrías venir todas las cenas si quisieras—posa la bandeja en el centro.—Una cosa menos que tienes que hacer.
—Tengo que pasear a Bruno.
—Lo paseas de camino aquí.
Empieza a servir la carne sobre los platos; siempre lo hace desde cierta altura y los trozos grandes hacen ‘paf’ antes de adherirse al plato en toda su densidad. Hago hueco con el tenedor, y me pone un muslo de pollo y zanahorias cocidas, que es lo que más me gusta. Han pasado a los deportes ya, y mi madre pierde el hilo de lo que decía porque el fútbol le recuerda a papá, que era valencianista de corazón, de tatuaje incluso. Nacho ahora también lo es, creo que por el mismo motivo. Así que ahora nos quedamos callados, hasta que se termina la sección.
Cojo el muslo con las manos, doy bocados y rosigo los extremos, dejo el hueso sobre los garbanzos, como una niña pequeña. Antes de que mi madre se de cuenta empiezo a recoger la mesa, mi plato el primero; el de mi abuela el último, porque come despacio como yo. Empiezo a fregar en la cocina. Mi madre viene detrás a poner la cafetera. Me la pasa para que la aclare con agua, nunca con jabón, porque las cafeteras italianas jamás hay que fregarlas, o cogen sabor. Llevo la cafetera a la salita, Nacho ya ha traído las tazas y el azucarero del aparador del «¿Por qué no las guardas en «Porque allí hacen bonito», como cada domingo.
—Trae los rollitos de la abuela también.
Nacho se va y vuelve con las pastas. Mamá y yo hablamos de los turnos que tiene la semana que viene, hace tres mañanas y dos tardes, los días rotan cada semana.
—Esta semana te toca venir jueves y viernes—me dice, me lo apunto en el calendario del móvil. — Si te quedas a dormir, eso que te ahorras.
—Bruno, mamá, tengo que ocuparme de Bruno.
—No sé por qué te dio por coger un perro, si sabes que no los puedo soportar.
—Nachete, ¿este viernes no sales?
—Claro que salgo.
—Entonces no hace falta que venga, mamá. Nos vemos jueves y domingo.
—Hombre no, tendrá que haber alguien en casa por si Nacho vuelve pronto.
Nacho no dice nada, está muy concentrado revolviendo la tercera cucharada de azúcar en la tacita de café, no para de desbordarse.
—Nacho tiene llaves—me giro hacia él—. ¿Hasta que hora te deja mamá estar fuera?
No me mira, sigue enredando con la cucharilla.
—Hasta las once.
Vuelvo a encarar a mi madre, ella se levanta de la silla, empieza a recoger a toda prisa, monta todas las tazas de café, menos la de Nacho en la bandeja de los rollitos.
—No, si al final nunca se puede contar contigo. Tampoco te cuesta tanto, ¿no? Digo yo, que un viernes podrás quedarte hasta las nueve, que llegue yo. Que luego a ver si Nacho lía alguna. Pero nada, tú a lo tuyo. ¿Acaso tienes planes?—me mira de arriba abajo—. Si ni siquiera tendrás nada mejor que hacer, es solo por no venir, ¿verdad?
—Mamá…
—No, mamá nada. Que es que no te pido tanto, que son dos tardes a la semana, estoy yo sola con la abuela y tu hermano.
Coge la cafetera y desaparece por la puerta. Nacho me mira, no habla mucho; ni ahora ni nunca. Se oye a mamá, remudia desde cocina. Repartida por la sobremesa están todas las cosas que mi padre dejó a medias: su medio matrimonio, un hijo a medio criar; la mitad de sus propios padres y media hipoteca. Se escuchan todavía las frases inconexas de mi madre: las cargas; empiezo a cuestionarme si soy yo la única cosa que dejó completa o si también estoy por terminar.
Recojo el café de Nacho. Traigo una bayeta de la cocina para limpiar el hule con las migas y las manchas oscuras. Cuando vuelvo a enjuagarla me acerco a mi madre, que sigue hablando sola, pero en voz baja, le digo que acudiré el viernes. No me da las gracias, pero para de murmurar.
A las once Vanesa me recluta para el café y me cuenta su fin de semana. Ha salido con un tío de Tinder, pero no ha pasado nada. Me pregunta por qué no me hago una cuenta; le digo que porque no quiero. Me dice hoy que le apareció Mario en la aplicación este fin de semana, que le dio like.
—¿Y ahora qué?—le pregunto.
Dice que a esperar, que no cree que él tenga Tinder de pago y que entonces ella igual ni le sale.
—Oh, vaya.
—De todas formas, este viernes se sale. Te vienes, ¿no?
—Me vengo a dónde.
—De cena, con todos. Y de gintonics.
Vanesa tiene la cara encendida, fuma mientras habla y mueve las manos con los dedos extendidos.
—No puedo, tengo que cuidar de mi hermano.
Baja las manos, se le apagan las mejillas.
—Tu hermano no tenía ya catorce años.
—Quince.
Echa el humo por la nariz, tira el cigarrillo al suelo y lo pisa. Su cigarrillo empieza a dar vueltas y desaparece en un pequeño tornado de humo; parece no percatarse.
—Pues no sé.
Terminamos el café y volvemos a la oficina. El bar está justo en frente, pero hay que cruzar una vía de cuatro carriles. Vanesa sigue insistiendo, hablándome de esto y de aquello mientras esperamos en el paso de cebra. Yo le digo al final que bien, que sí, que sí que iré, y sonrío cuando creo que me toca. Los coches se van ralentizando de camino al semáforo hasta que empiezan a retroceder, ella está contenta, vuelve zascandileando a la mesa. En mi sitio me pongo los cascos, creo que lo que suena es Judy in Disguise.
—Mamá, que al final no vengo mañana.
—¿Cómo que no?
—No puedo. Tengo trabajo.
—¿Desde cuándo trabajas viernes tarde?—inquiere— Además, Nacho te necesita. Va a ir al cine, alguien tiene que llevarle.
Nacho me dirige unos ojos grandes, que sueltan palabra; prefiere que yo no vaya. Luego mira a mi madre, como si fuera a decir algo pero al final no.
—Nacho, ¿te importa coger el bus? Yo te explico, no te preocupes.
Asiente. Cuando habla dice «sí» con una voz profunda y grave que todavía no es capaz de hacer funcionar bien, que está desligada de su cuerpo infantil. A mamá le cambian los iris de color, se vuelven rojos, prenden llama. Me revuelve por dentro la responsabilidad; la incongruencia de todas las emociones que conviven en una salita tan pequeña, para un asunto tan pequeño. Nos quedamos en silencio unos minutos; de fondo la voz del presentador del telediario. Pasa un ratito hasta que mi madre se apaga y de nuevo hay color verde.
—Supongo que tendrá que aprender.
Sonrío culpable, percibo la ironía de conseguir algo de comprensión a primera mentira.
Hemos estado hablando un rato de temas de oficina, de gente en común de camino al pub. No me acuerdo bien de qué. A los demás los hemos ido perdiendo en la calle que nos separa del restaurante, iban formando grupos delante o detrás de nosotros y cada tropa desapareció hacia un lado.
En la puerta ya me pregunta mi nombre.
—Me llamo Carmen—respondo.
Nos abrimos paso entre los cuerpos del resto de la gente hasta la barra, pedimos copas y comentamos algo más, de lo que no importa. De lo que no tiene importancia.
—¿Y tú no bailas, Carmen?
—Supongo que me he hecho mayor.—le digo recordando mi primera cana.
Se ríe, me río. Sin embargo pasan por mi cabeza las imágenes de cremas en la repisa de mi baño de alquiler; la ropa que ya no me pongo, porque no me siento cómoda con ella; las bodas, los embarazos de amigas.
Él lleva gafas de sol aunque sea de noche y estemos en un interior. Tiene ya medio derretido el hielo de un cubata vacío y se pide otro. Me sorprendo pensando si podría acostarme con él esa noche; preguntándome si él estará pensando lo mismo.
—Vamos a bailar.
Me coge por la muñeca. Agarro torpemente mi gintonic ymi bolso, y bailo con él. No baila muy bien, pero tampoco demasiado pegado. Las luces se mueven en un ir y venir, un poco a trompicones dentro de un ambiente denso, húmedo y naranja. Habrá unas cuarenta personas en el bar, no sé dónde está Vanesa.
Tiro de mi falda hacia abajo, las medias son demasiado gruesas y el sudor me produce un leve picor. Antes de que acabe una canción empieza otra, luego la siguiente y la siguiente. Algunas las reconozco, las letras de las que no identifico se repiten tanto que es fácil interiorizarlas. Me da una vuelta y piso cristales de vasos rotos, pero no me resbalo. Bebo un trago de mi copa y sigo bailando; Mario parece concentrado pero contento. Canta todo, se ha abierto la camisa y está sudando. Noto un calor agradable por todo el cuerpo, calor de garito. Me aparto un poco de él, empiezo a moverme en mi propio espacio. Me atrevo a separar los brazos más de mi cuerpo, despego mis pies, me salgo del sitio. No lo hago al ritmo de la canción, a unos tambores internos que resuenan de mí.
Doy otra vuelta y percibo como cosquillas que me crece la raya de los ojos, negra profunda. La tela de mi ropa merma y se convierte en lycra azul eléctrico. Aparecen los tatuajes que nunca me hice, las sandalias con plataforma de la adolescencia, el pintalabios rojo que usaba mi madre antes de quedarse viuda. La música ya no me aturde, me acompaña. Recupero el tiempo perdido, la cana oscurece.