La meona
Mi primer recuerdo del colegio —y de la niñez, en general— es el de mis piernecitas corriendo: llegaba tarde al recreo porque me había hecho pis. Serían principios de los ochenta, y muchas madres fumaban de camino al colegio y eran amas de casa. Los padres se iban pronto a trabajar, los veíamos antes de la hora de la cena. Todos los niños nos parecíamos, porque también todas las familias se parecían, y yo no sabía que el padre de Marcos era oficinista en la Telefónica y tampoco sabía que el mío era albañil. Lo que sí sabíamos era cuál era el columpio bueno del patio, que la cera Manley que parecía negra era, en realidad, verde oscuro y que cuando uno llegaba a cierta edad (cuatro años), ya no se hacía pis encima, si no que usaba el baño que había dentro del aula.
Tras mearme el babi y las mallitas de chándal, la maestra Mari Carmen me sentó en una colchoneta azul, separada del resto de los niños que seguían trabajando en las actividades. Ellos me miraban de reojo mientras la profesora continuaba con la clase. Para mí se movía muy despacio el tiempo, nada cambiaba; no podía salir de la colchoneta para no manchar el resto del aula y ese estado de bochorno infantil se prolongó más de lo que debiera porque mi madre no estaba en casa cuando la llamaron. En el colegio tenían el teléfono del trabajo de mi padre también, para emergencias. Fue él quien, finalmente, apareció en el aula con el conjunto que había llevado unas semanas antes en la boda de un familiar, el que no me dejaban ponerme.
Mamá dice que esto no ocurrió, y eso, para mí, es el paso del tiempo: mi madre ha olvidado ya mi primer recuerdo.
Mamá dice que esto no ocurrió, y eso, para mí, es el paso del tiempo: mi madre ha olvidado ya mi primer recuerdo. Ahora yo dejo a mis hijos en el colegio en coche antes de irme a trabajar, bebo café de un termo metálico de camino, y sé que el padre de Martina es farmacéutico y que la madre de Mateo trabaja en el comedor; tengo un móvil dentro del bolso y cuando mis amigos se casan, mis hijos no están invitados. Pero es de los pocos tramos de mi vida que puedo reproducir como si fuera metraje, y veo solo lo que vi en ese momento: el final del vuelo de mi falda, mis pantorrillas aún torpes. El blanco de la puntilla de los calcetines, el negro de los zapatos de charol. El terrazo del pabellón infantil y, al final del pasillo, la luz que entraba desde el patio dónde jugaba el resto de mis compañeros. La emoción que sentía, porque el vestido que llevaba puesto se levantaba al girar. Imágenes de infancia plena.
Mamá también puntualiza que, de haber ocurrido —que no lo hizo—, mi padre habría llevado ese vestido solo porque ‘tu padre no se enteraba de nada’ y ‘le daba igual ocho que ochenta’. Yo digo que no, que lo trajo adrede, porque yo había pasado vergüenza. Lo niega, de nuevo, que de haber sucedido —que no sucedió— le habrían pedido una muda y trajo lo primero que vio en el armario. No quiero discutir, pero me da pena que a mamé le falte una de esas veces que mi padre fue buen padre. Yo recurro a mi cinta interna, porque desde que soy madre sé que siempre hay que rebuscar para encontrar charol y puntillas.
Sofía Ramos Antón:
Este relato es la primera colaboración externa del blog; la pieza se corresponde —nada más y nada menos— con un finalista del concurso de Zenda Libros "Días Inolvidables". Es un ejemplo breve de la belleza que hay en los recuerdos mundanos, si se miran con atención.