Los cachorros, Mario Vargas Llosa
No leí Los cachorros como parte de la planificación de Codora, ni porque nadie me hubiera hablado del libro o hubiese leído sobre él o estuviera intentando descubrir a Mario Vargas Llosa. Lo leí porque tenía por delante un viaje en tren largo y era el único de la estantería que me cabía en el bolso. Ahora me arrepiento, porque desde el principio debería haber oído hablar de este librillo, debería haber leído reseñas suyas o haber hecho más por descubrir a Vargas Llosa. Escribo esta reseña como parte de mi penitencia, para que a vosotros no os pase lo mismo; por eso os ruego que os sujetéis al café.
Los cachorros (1967) es una lectura breve, muy breve; pero también intensa. Mi edición (Cátedra)1 tiene tan solo sesenta y seis páginas y dentro de ese poco papel, de alguna forma se recoge la historia de casi una vida entera, la de Cuéllar (“Pichulita”); y también la vida de todos los demás.
La historia se inicia en la adolescencia temprana, cuando Cuéllar inicia el curso en el Colegio Champagnat
Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del “Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat.
Cuéllar se integra con sus compañeros y rápidamente pasa a formar parte de las rutinas de los miraflorinos, las clases, el fútbol y las tardes que transcurren amables, mientras los niños enredan dulcemente por las calles del barrio, como parte del sector adinerado de la sociedad limeña al que todos pertenecen por nacimiento. El suave porvenir preparado para él desaparece al producirse el accidente, es en ese momento cuando deja de ser Cuéllar, y pasa a ser conocido como “Pichulita”; y pese a que su estatus social le permite seguir formando parte del grupo, este incidente desencadena el desarrollo de una personalidad desregulada: algo inesperado, algo fuera de su control, algo que no puede solucionar, le separa de la vida que estaba preparada para él, y de la que, irónicamente, tampoco puede escapar del todo. Esta trampa hace de Cuéllar un personaje tremendamente trágico, dentro de una sociedad en la que todo parece tranquilo y apacible.
La novela explora en profundidad el poder que tiene esta frustración para reconducir a alguien en una dirección opuesta; ante tanto, la realidad social es inmune al sufrimiento de Pichulita, y sigue su curso natural. Esta inmovilidad está capturada de forma nueva e ingeniosa con un “personaje colectivo” que salta entre una primera y una tercera persona del plural desde el inicio mismo de la novela, como una masa que avanza inexorable en el tiempo y que, en el fondo, nunca muta. Todos son testigos de la desgracia de Cuéllar, se vuelven homogéneos, y por lo tanto intercambiables:
[…] y Chabuca ya no era enamorada de Lalo sino de Chingolo y la China ya no de Chingolo sino de Lalo, […].
Dentro de una sociedad que se perpetúa a sí mismo, y que, dónde acaba empieza; sin inmutarse por la presencia de Cuéllar.
Eran hombres hechos y derechos ya y teníamos todos mujer, carro, hijos que estudiaban en el Champagnat, […]. Comenzábamos a engordar y a tener canas, barriguitas, cuerpos blandos, a usar anteojos para leer, a sentir malestares después de comer y de beber y aparecían ya en sus pieles algunas pequitas, ciertas arruguitas.
Este escrito—no tengo claro si cuento o novela— se enmarca dentro del boom latinoamericano, del que muestra las pinceladas experimentales con el extraordinario narrador, las marcas de identidad latina con los detalles de localización y tiempo, un lenguaje en el que los peruanismos y americanismos han tomado el control y un mensaje de desdén hacia la imperturbable burguesía peruana.
Es una historia breve, pero compleja. Sin duda, entre los segmentos más icónicos se encontraría la secuencia de la mariposa, dónde una escena metafórica y la narración de la historia se intercalan dentro de las propias oraciones. Como lector, te sientes perdido, te queda grande, y lees y relees, y esa secuencia cada vez es igual de hermosa, resuena como música. Pero también por otros fragmentos, que evocan como todo queda cuestionado cuando no se tiene la capacidad de fluir con el entorno y la angustia existencial lo abraza todo. No solo a Cuéllar, sino el mundo dónde se mueve. Ese mundo tan concreto, pero a la vez tan universal, del que forma parte cada uno de los otros y ninguno en particular.
[…], se había entristecido un poco nada más, y ellos por qué si la vida era de mamey, compadre, y él de un montón de cosas, y Mañuco de qué por ejemplo, y él de que los hombres ofendieran tanto a Dios por ejemplo, y Lalo ¿de que qué dices?, y Choto ¿quería decir de que pecaran tanto?, y él sí, por ejemplo, ¿qué pelotas, no?, sí y también de lo que la vida era tan aguada. Y Chingolo qué iba a ser aguada, hombre, era de mamey, y él porque uno se pasaba el tiempo trabajando, o chupando, o jaraneando, todos los días lo mismo y de repente envejecía y se moría ¿qué cojudo, no?, sí.
Recomiendo Los cachorros para quien busque una lectura sobre la que reflexionar; Vargas Llosa captura esa universalidad del impacto que tienen en nosotros mismos nuestras carencias. Conecta de alguna forma con un sentimiento que todos hemos tenido, cuando nos hemos sentido excluidos y la rebelión que eso produce en el comportamiento del individuo, pero que no altera las inercias del grupo. La sensación de injusticia, impotencia, la desesperanza, el destino frío o ese cruel determinismo social. Ser uno, y luego, el resto.
- Cátedra Letras Hispánicas es siempre mi edición recomendada cuando se quiere profundizar en un libro de lengua española. ↩︎